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El juego de la escritura

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Escribir puede ser una buena manera de reducir el estrés y la ansiedad que algunas personas sienten ante el confinamiento. ¿Por qué resulta un hábito tan beneficioso? Marta Llorente reflexiona sobre este proceso de creación cultural y lo hace más allá del marco actual para que comprendamos bien la importancia de esta actividad creativa.

(Foto: Marta Llorente)

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Por qué escribimos

Foto: André Kertész

Escribir es dejar rastro. También lo es construir. Pero construir es una acción dura, sobre el mundo, sobre el territorio y el espacio, y sus signos son radicalmente silenciosos. Las piedras no hablan, o solo hablan cuando excepcionalmente reciben un texto grabado sobre su piel. Construir es crear una impronta sobre el suelo, a partir de muros que se levantan, recintos que se extienden, ámbitos que pueden ser habitados, o recorridos. Lo que construimos proyecta sombra, porque es materia real. La escritura es ella misma sombra, remite a algo ausente: al lenguaje que también es inmaterial. Dentro de un espacio construido, en un rincón de casa, estoy ahora escribiendo signos que sobrepasan los límites del  lugar que habito. Los muros de mi habitación, la ventana que da al patio, la lluvia y el sol que recibo a través de ella, son acontecimiento reales. Mi escritura es ficción, como el lenguaje mismo.

La escritura es la sombra de algo inmaterial: del lenguaje, de las palabras que se articulan para formarlo. Escribir es dejar un rastro liviano con las letras de un alfabeto, como el que ahora utilizo. Muchas otras formas de signos ideados para representar las distintas lenguas han dejado de usarse. Hoy, solo algunas formas de escritura —como la logográfica en la que se escriben diversas lenguas orientales— mantienen la complejidad de los orígenes. Las distintas lenguas que hablamos en el mundo (cerca de 7.000, de las cuales casi la mitad está en riesgo de extinción) y las que ya se han perdido (más de 10.000) podrían contenerse en una escritura alfabética. En la mayor parte del mundo, el uso de alfabetos —latino, cirílico (derivado del griego) y arábigo— es capaz de contener todas las lenguas que hablamos (en algo menos de 30 signos, entre consonantes y vocales). Llamamos letra —littera— a cada uno de los signos de nuestro alfabeto. La literatura es, así, el arte de las letras. Y la escritura es una destreza técnica que utiliza un soporte, un instrumento, elementos que han cambiado sin cesar y van marcando el ritmo de la historia, pero que nunca la han desviado de su sentido original.

"Construir es crear una impronta sobre el suelo, a partir de muros que se levantan, recintos que se extienden, ámbitos que pueden ser habitados, o recorridos."

En griego antiguo, la letra se denominó gramma (γράμμα). Un término que designa también a la hierba. Ahora, leído desde el olvido de su significado primero, hace surgir esa metáfora que une la escritura a las Hojas de hierba y que Walt Whitman asoció al jeroglífico escrito sobre el enigma del mundo:

A child said What is the grass? fetching to me with full hands…  
I guess it is a uniform hieroglyphic.
And it means, Sprouting alike in broad zones and narrow zones…

La hierba, “beautiful uncut hair of graves” (hermosa cabellera sin cortar de las tumbas), recuerda Whitman que crece igual para todos y en todas partes. Añade:

This is the grass that grows wherever the land is and the water is,
This the common air that bathes the globe.

No es la finalidad de este poema definir la escritura, sino mostrar, en las mil metáforas de la hierba, la unidad de su humilde presencia en el mundo. Me sirve ahora para pensar en la unidad de la escritura y en su uso más democrático: la invención del alfabeto hizo asequible la escritura. El alfabeto, por la facilidad de su aprendizaje y de su manejo, permitió que aprendiéramos a leer en la infancia. Fue en parte el resorte para la explosión de escritura y poesía en la Antigua Grecia, porque hizo franco su uso temprano en la vida y difundió los libros, a pesar de las muchas exclusiones que han limitado su uso en la historia. La extensión y la adquisición de la escritura es —ha sido y debe seguir siendo— el resorte que abra el derecho a la igualdad y a la justicia en la educación. La escritura forma parte de la educación y su llegada a nuestras manos infantiles transformó nuestro pensamiento y abrió nuestro mundo a un gran espacio compartido. Pero la escritura, que todavía no aprenden niños y niñas por igual en el mundo, que no se ha dado igual a todos los pueblos y sociedades, aún tiene mucho que imitar de las hojas de hierba a las que cantó Withman. La escritura extendida, como la lectura, irá domando la desigualdad y la marginación, del mismo modo en que doblega y transforma la soledad individual y el aislamiento.

Volvamos a las letras, con todas sus variantes tipográficas, como las que usamos hoy, para ver cómo dan vida a las palabras, cómo sugieren su mundo sonoro. El lenguaje se convierte en la escritura en una combinación de signos gráficos que se extienden sobre el papel, sobre la pantalla y que parecen guardar silencio. Pero es lo contrario: la escritura salta inmediatamente al espacio sonoro. El rastro que deja la escritura es un dibujo que se estira en líneas cuya lectura requiere un entrenamiento visual excepcional, del que no somos conscientes. Alberto Manguel, en una muy literaria Historia de la lectura, deja que nos asombremos de la elegancia y la complejidad de la operación visual y neurológica que realizamos sin darnos cuenta en la lectura de un texto —en la de esta página, por ejemplo—. Estos grumos de signos, que forman palabras (solo muy tarde la escritura aprendió a intercalar espacios entre las palabras) son sombras del lenguaje que, a su vez, lo es del pensamiento infinito que lo desborda. La escritura, más allá de sus aparentes límites, de su insignificante dibujo, es capaz de guardar la inmensidad del propio lenguaje: guarda y transmite todo lo que una lengua es capaz de representar.

"La escritura forma parte de la educación y su llegada a nuestras manos infantiles transformó nuestro pensamiento y abrió nuestro mundo a un gran espacio compartido."

Podemos pensar por un momento en el lenguaje, que proyecta estas sombras hechas con signos que se alinean de izquierda a derecha sobre mi pantalla. El lenguaje no es mera descripción del mundo. El lenguaje es infinito en sus posibilidades y no se limita al mundo visible: sabe decir lo inmaterial, lo que no existe, lo que ha desaparecido ya. El lenguaje expresa la acción, porque ha inventado el verbo y sus conjugaciones. Puede tratar de decir la difícil pasión que remueve mi soledad de estos días, el deseo que quiere trascenderla, la voluntad de vivir, la tristeza y las lágrimas. Todo lo que apenas sé de mi misma. Todo este bullicio de sentir y desear que quiere emerger desde un pensamiento que continuamente parlotea consigo mismo. El pensamiento siempre habla: a veces de manera muy confusa. El lenguaje que surge de este caos ordena la fuerza inagotable del pensamiento en secuencias sonoras significativas. Su capacidad de captarlas me sosiega, pero también me exalta. El lenguaje desborda radicalmente todo lo que se presta a ser visible, puede inventar un mundo, una multitud de mundos posibles. El lenguaje es un exceso, un verdadero lujo. Lo dice Pascal Quignard en uno de sus Pequeños tratados:

El lenguaje no está ligado a la vida. El lenguaje no responde a una necesidad. Su uso no cumple una función. El lenguaje dice más de lo que es preciso que diga. El acto de hablar no es necesario… Todo lo que se puede expresar no tiene medida con respecto a lo que supone la sobrevivencia de una especie. Lujo, desequilibrio, exceso, es lo que fundamenta las lenguas…

El lenguaje sí es necesario. Pero a veces me falta, me parece insuficiente o desbocado. Y también con frecuencia me falta el silencio, necesito saber callar tanto como necesito hablar. Por eso escribimos, para darle una posibilidad de ser mas silenciosa, para calmar su impaciencia y para detener su ruido. El lenguaje parece reposar en la escritura, que elabora la sucesión de ese pensamiento inconcluso y desordenado. En la escritura queda algo del silencio que el habla cotidiana no conoce. La escritura es un paso más allá del ruido que a veces exalta al lenguaje, recorta las alas infinitas del hablar inconcreto del pensamiento. La escritura permite que ese bullicio adquiera forma y que pueda darse a la lectura: entregarse a los demás. La lectura silenciosa es necesaria como forma de comunicación más íntima.

La escritura encuentra la manera de representar esa inmensidad que es el lenguaje, captándolo a través de su sonido, de su fonética. La sonoridad del lenguaje —su eufonía— queda insinuada por los signos gráficos, pero no está en la escritura, sino en quien lee y reconstruye esa sonoridad que lo completa. Nuestro conocimiento de la lengua, como hablantes, nos permite devolver a la escritura su integridad, incluso en la lectura silenciosa a la que nos hemos habituado. La sonoridad del lenguaje es una música abstracta que casi nada recuerda ya del sonido del mundo. La articulación sonora se ha desvinculado de esa música del mundo a la que en algún momento quizás imitó. También los signos de nuestro alfabeto han perdido casi por completo la imagen de las formas que en origen acaso imitaron. De estos vínculos quedan apenas rastros. Pero podemos encontrar ejemplos fascinantes de esa antigua unidad: algunas onomatopeyas que subsisten más allá del tiempo, que recuerdan que el lenguaje nació escuchando el sonido del mundo, y que la escritura lo hizo contemplando las líneas de sus formas. La letra S, nació de la imagen de la serpiente y su sonido, en muchas lenguas, imita el sigiloso arrastrarse y la sibilancia de ese reptil. También las palabras silencio o susurro, parecen imitar la voz queda y contienen letras que dibujan esa callada armonía que se apaga al decirlas —compruébalo tú, lectora o lector, si sabes otras lenguas que susurren, que quieran callar y descender al mínimo de su ser sonoro—. Todo esto queda en una letra, que inesperadamente también quiere gritar: ser sonora (el sonido de la S permite modulaciones de fuerza e intensidad). Otras palabras representan el sonido del propio lenguaje, como murmullo, donde la m tiene origen remoto en las ondas del mar, o también en las montañas. Otras palabras buscan representar el aire que escapa de la boca, como alma, aliento, o ¡ay!: sus sonidos parecen huir del cuerpo en forma alada. La lingüística contemporánea no solo ha encontrado algunas de estas reservas de sentido que duermen en palabras y escritura, sino que trata de descubrir el manejo de asociaciones sonoras que empujan al pensamiento y a la escritura, más allá de la conciencia.

"El lenguaje parece reposar en la escritura, que elabora la sucesión de ese pensamiento inconcluso y desordenado."

Pero esto me aleja ahora —escribir es alejarse— de lo que aquí quería decir sobre la escritura: de las razones que hay siempre para escribir. Una tarea que puede ser solo un placer, un juego, que no necesita una razón, ni justificar una utilidad. Quería decir que en estos días terribles, diferentes, oscuros, pero acaso también luminosos, la escritura puede ser una forma de compañía, y puede ser más necesaria. Días de los que no vemos el fin, que nos han adentrado en un laberinto de inestabilidad y que nos vuelcan sobre nuestra vida más íntima. Escribir puede ser como viajar, huir quizá hacia el más desconocido de los mundos, que es el mío propio. No sabemos por qué, pero escribir también es consuelo. Nos ayudará a guardar memoria de un tiempo excepcional. Es ordenar el pensamiento, aunque a veces sea arriesgarlo aún más al desorden. Escribir es ir hacia algún lugar, es descubrir lo que no he sabido hasta hoy que sé, es aprender de los recodos oscuros que guardo en algún lugar. La escritura acaso debe ser inquisitiva, pero no puede dejar de ser transparente: tiene que dejar ver lo que se oculta. Escribir es inventar lo que no es pero podría ser. Sirve para recordar lo que no quiero perder. Para mandar un mensaje lejos. Incluso para escribir a los muertos, a quienes estos días vemos morir en soledad, los conozcamos o no. Para decirles lo que no supimos decirles antes. Lo decía el poema de Miguel Hernández, La carta:

Aunque bajo la tierra
mi amante cuerpo esté,
escríbeme a la tierra
que yo te escribiré.

Ayer se quedó una carta
abandonada y sin dueño,
volando sobre los ojos
de alguien que perdió su cuerpo.
Cartas que se quedan vivas
hablando para los muertos:
papel anhelante, humano,
sin ojos que puedan serlo.

Lamentaremos más de una vez no haber dicho, no haber escrito a tiempo. Y vale la pena escribir para declarar amor y amistad a quienes no estamos viendo y a quienes nunca más veremos. Porque la escritura es la más privada de las acciones que puede hacerse pública sin transgredir ningún pacto. Porque escribir es contar lo que pasa desde un acto de intimidad que alcanza también a los muertos. Porque escribir es sentir la transparencia de los signos y escalar la montaña de significados que llevan consigo tan lejos o tan cerca como el lugar que ocupan en nuestra memoria. También hemos escrito mensajes que nunca hubiéramos querido escribir. Por eso hay que darle su tiempo y su lugar a la escritura. Frenar su exceso, detener su pulso, retomar la dirección y reconocer el error si es preciso. La escritura ha de responsabilizarse de sus mensajes, quizá por eso, la ironía de Sócrates consistió en su silencio.

El conocimiento de los signos hace que sintamos transparente la escritura. Como si estas líneas que ves, amable lectora, amable lector, fueran ya la palabra, la idea, el cuento que te van contando. Aunque, en realidad, no son nada. Para ser lo que dicen, han de levantar el vuelo, les has de devolver tú el sentido. La escritura no es nada si nadie la descifra. Por poco que diga, esta escritura lo dice si le prestas tu voz. La escritura, la literatura que es su forma artística, ha aprendido con dificultad a dirigirse a alguien concreto. Lo ha hecho al ser consciente de que el acto de creación verbal se producía como una tarea personal, solitaria. La soledad de la escritura es, a veces, muy árida. En los viejos poemas que vienen del mundo oral, el aedo invocaba a las musas, pedía su ayuda y se reconfortaba en la voz externa de la inspiración. Pero, una vez se retiraron esas musas que hablaban, la escritura, ya como acto de creación individual, tiene que inventar a quien escribe y dar forma a su sujeto, a su yo y afrontar sus peligros. Pues no solo hay que saber quién habla, es necesario saber a quién se habla. Así se ha dicho: lector amigo, desocupado lector, lector amable (Cervantes); o lector hipócrita, mi semejante, mi hermano (Baudelaire). Eliot y también Gil de Biedma citaron en sus poemas este último tópico que expresa complicidad y amistad. Esas expresiones parecen excluir a las mujeres, ocultan la realidad de que las mujeres fueron —somos— y han seguido siendo infatigables lectoras y contadoras, más allá de la escritura que se ha guardado preferentemente para los hombres. Esa sería otra razón para escribir —amable lectora— para saber quienes somos ante esta tradición literaria que ha tendido a excluirnos y para saber a quien deseamos hablar. Escribir lo que sea, como podamos, y siempre, como nos pedía Virginia Woolf en Una habitación propia, para nuestro gozo y libertad.

"El conocimiento de los signos hace que sintamos transparente la escritura."

Quien escribe inventa a quien lee, construye su figura a su medida. Quizá porque quien escribe será quien lea. Para escribir —amiga escritora, amigo escritor— debes saber a quien mandas tus mensajes y para eso has de sostener ante ti un espejo. Porque tu eres él o ella, y ellos son tú. Séneca inventó a Lucilio para que sus bellos consejos no cayeran en el suelo estéril que no sirve a nadie. Cuando leo sus Epístolas, yo soy también Lucilio, y soy de algún modo el propio Séneca. Saint-Exupéry dirigió sus cartas a esa amiga inventada, a quien llama Rinette. La destinataria, que fue una amiga real, Renée, se convierte en una especie de alter ego a quien cuenta sus preocupaciones como escritor. Saint-Exupéry le cuenta alguno de sus secretos: “No se debe aprender a escribir, sino a ver. Escribir es una consecuencia.” La escritura no debería pesar, ha de desaparecer en parte. Son preciosos esos consejos. Rilke escribió Las cartas a un joven poeta, un joven real, y aún hoy las leemos para conocer su poética. Sigo pensando que uno de los mejores consejos es el de Julio Cortázar en “Lucas, sus comunicaciones”, en Un tal Lucas, su otro yo: “no se trata de explicar para los demás sino para uno mismo, pero uno mismo tiene que ser también los demás”; y añade: “entre él y los demás se dará puente siempre que lo escrito nazca de semilla y no de injerto”. No se escribe con recetas, pero sí con la ayuda de otra experiencia. La idea de ser semilla y no injerto es básica para la ética de quien escribe. Hay demasiado injerto —léase plagio, trampa, apropiación indebida— en la historia de la escritura. Querida lectora, querido lector, no robes ideas, porque a ti te sobran, solo trata de encontrarlas. Injerto es también impostura, simulación. Está bien huir de palabras prestadas, que nos parece que son mejor que las nuestras.

Se escribe solo con un caudal de memoria verbal muy personal, que se libera de manera inconsciente. Y ese carácter de semilla, de palabra propia y espontánea, es lo primero que se percibe al leer. Escuchemos al Jaime Gil de Biedma, en el final del poema Arte poética, explicar cual es el material de su escritura:

Palabras, por ejemplo,
palabras de familia gastadas tibiamente.

Palabras comunes. Son esas las piedras con las que se escribe. Si el lenguaje que nos abrió a la luz no nos las dio, difícilmente escribiremos con otro material adquirido. Ese ha sido uno de los errores de la escritura especializada. Quizá la lectura literaria sea la verdadera escuela de la escritura. Leer buena literatura puede ser el antídoto que evite una lengua falsa y la pedantería que la suele acompañar. Ursula K. Le Guin lo ha explicado de modo maravilloso en sus críticas a los talleres de escritura que están tan de moda hoy. Ella ha realizado esa tarea para explicar solo que no hay secretos que se puedan comprar. Solo hay que ponerse a escribir, nada más. Según ella, en la puerta de esos talleres basta un cartel que diga: “¡No alimentar el ego!”, y del otro lado de la misma puerta otro que diga “¡No alimentar al altruista!. Ni egoísmo ni altruismo sirven para escribir. Quizá hay que olvidarse más de uno mismo, para poder ser el otro, lector o lectora. Y en eso tiene razón la autora de esa maravillosa literatura fantástica que fue Ursula K. Le Guin.

Para escribir, hay que tener paciencia, saber esperar, saber eliminar lo que sobra. Liberar a la escritura de su peso. El mensaje tampoco debería existir como finalidad: la escritura no sirve para adoctrinar, ni para moralizar. Tú, lector o lectora, sabrás encontrar el sentido en el camino, y tú juzgarás su valor. Yo solo puedo explicar mi modo de escribir, explicar lo que va pasando cuando escribo. Estos signos que ves, como una enredadera que se extiende en líneas, círculos y colinas, han brotado simplemente. He sentido cómo caían desde un torrente de palabras apenas pensadas que querían ver la luz. Al escribir, el torrente del pensamiento se ha ido adelgazado hasta ser solo un hilo de agua, para ir cayendo sobre el papel —que es la pantalla— como si cayera por el caño de una fuente, o se deslizara siguiendo un surco que ha abierto mi imaginación en el barro, hasta dibujar el sendero de estas líneas. Dejo pasar las palabras una por una. A veces las sospeso en la mano, les pregunto si son necesarias. Trato de eliminar las que han entrado sin permiso —lo estoy haciendo ahora. La escritura va obligando al pensamiento abrupto e impaciente a ordenarse en una cadena donde rigen leyes definitivas, que pertenecen a todo el mundo y no son mías: las de la gramática. Estudio esas leyes siempre que tengo una duda. Pero las leyes no deben notarse en la escritura. La escritura debe dejar ver los ritmos, la cadencia mental con la que la voy leyendo. Sigo el ritmo, o corrijo en relación a un ritmo que me complace. La corrección gramatical viene sola y se puede —se debe— revisar después. La escritura se dirige con inocencia hacia la nebulosa que la espera y, si busca la claridad, encuentra sin esfuerzo la norma.

"Para escribir, hay que tener paciencia, saber esperar, saber eliminar lo que sobra. Liberar a la escritura de su peso."

No hay meta, no hay mensaje, pero hay un horizonte al escribir. Un destino que se intuye al fondo, al final. Algo inconcreto que la propia escritura entrevé, muy lejano. La escritura se dirige hacia ese horizonte y no sabe cómo llegar, solo va hacia él, a su encuentro. La inseguridad misma es parte de la escritura, la incertidumbre del camino es una razón para escribir. No hay que tenerle miedo. El placer consiste en ir encontrando en el camino pequeños nudos, estaciones que nunca se imaginaron, en atravesar territorios que no se esperaban. Si la escritura no pudiera sorprendernos, no iríamos a buscar su compañía. La escritura —tampoco la palabra dicha y pronunciada— no puede “estar de vuelta”, no tiene otro remedio que aceptar la prueba del camino y tratar de ir por él. Así, ya no solo será estela: dejará rastro porque será proa, porque abrirá el sentido. También por eso el lenguaje escrito se afina, como un puñal, como el filo de un cuchillo, para ir abriendo el surco justo a su paso. No sirve golpear la incertidumbre con un puño, con un martillo, sino abrirla con el estilete afilado de su propia línea, de sus signos delicados y extraños. Escribir no es golpear y tampoco es cortar, sino hundir la palabra en ese abismo de sombras. Vamos a buscar algo parecido a la verdad, pero que no es exactamente la verdad que esperábamos.

El horizonte de la escritura no debe ser grandioso, no esperes un espectáculo: muchas expectativas nos sobrecogerán y  acabarán por inhibir nuestra libertad. Es mejor esperar solo una pequeña verdad parcial que crece en el mismo texto, en su contexto. Ese es el mecanismo por el cual la ficción literaria puede contener tantas dosis de lo verdadero como el relato histórico o científico. La ficción ha de ser fiel a su verdad parcial. Toda forma de escritura puede entenderse como ficción, en este sentido. La escritura se va enroscando sobre sí misma, encierra en su laberinto sus propias leyes. También se encierra en su interior quien escribe, entra en su selva y se escapa del mundo real en ella. Acaba creyendo en lo que escribe y eso es bueno. Huye incluso de la propia vanidad de escribir. Se olvida que está escribiendo y se deja arrancar del mundo. Si pudiéramos conseguir esa ligereza, esa forma de enajenación, la escritura sería verdaderamente transparente.

La escritura abarca todos estos matices y alcanza así algunas de sus fronteras. En las más lejanas, el camino de la escritura se habrá convertido en pura poesía. En ese territorio siempre puede seguir arriesgando. El lenguaje contradice incluso sus leyes y destruye su propio orden en la poesía. La poesía es un laboratorio de la lengua y de la escritura que rodea los límites de su posibilidad, crea léxico, modifica la gramática, salta de sentido a partir de la metáfora. Lo ha explicado muy bien Hans Magnus Enzensberger en sus escritos sobre poesía, en Detalles. Quizá la poesía sea, justamente, esa frontera a partir de la cual la comunicación del lenguaje se convierta ya en ruido, y la escritura solo en sombras de letras, en un bosque de signos. En ese territorio extremo, la poesía se ha vuelto ya dibujo, como en los caligramas que inventó Apollinaire pero que delinearon después poetas y artistas. O en el puro azar, como en La tirada de dados de Mallarmé. La poesía podrá incluso disolver la propia escritura, o cantar su final, como pensó Borges. Si quieres probar, lector, lectora, puedes vivir una aventura poética a puerta cerrada, y quien sabe si la abrirás al aire y a la luz, en días por venir.

"Si la escritura no pudiera sorprendernos, no iríamos a buscar su compañía."

Hay mil formas de escribir que se quedan cerca de nuestro campo de pensamiento, escribir sobre lo que queremos que sea la arquitectura, por ejemplo, o el mismo mundo que espera y que se abrirá sin duda de otro modo. Reflexión y deseo son motivos para escribir. Fragmentos y soliloquios que solo quieren descubrir un sentido parcial, explicar el mundo propio, revelar una nota del pasado que no se anotó y espera su oportunidad. No importa la pureza del género, solo el valor del resultado. La historia y el ensayo son lo mismo en cuanto a escritura que la ficción narrativa, que el drama, que los cuentos, o la poesía: todo ha de pasar por el desfiladero de la escritura.

Puedes probar un territorio ambiguo, inventarte tú las fronteras del texto: hazlo ahora que estás sola, lectora, ahora que nadie te vigila ni te exige, y tú, lector, prueba también. Olvidad ambos vuestro papel, dejad vuestra identidad más valorada en la puerta de donde escribáis. Podéis simplemente escribir a la deriva, cerca del automatismo que probó el mundo surrealista hace casi un siglo. Hablo aquí, por supuesto, del juego de escribir. De nada más. Si lo intentas, lectora, lector, como lo intento yo ahora, recuerda que no verás nunca el final del texto, sino todo el camino por delante. Deja que las letras te arrastren y disfrútalas: solo espera el acontecimiento de escribir y eso ya es mucho. Solo se trata de un juego.

 

#joemquedoacasa

 

Marta Llorente
Arquitecta y escritora
Día 34º de confinamiento

 

Lecturas recomendadas

  • Apollinaire, Guillaume, Calligrammes, 2018 [Caligramas, Madrid, Cátedra, 2007].
  • Cortázar, Julio, Un tal Lucas, 1079 [en Obras completas, Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2005].
  • Enzensberger, Hans Magnus, Detalles, Anagrama, 2006.
  • Gil de Biedma, Jaime, Las personas del verbo, Barcelona, Galaxia Gutemberg, 2015.
  • Hernández, Miguel, La carta [en Obra poética completa, Madrid, Alianza, 2017].
  • ***Le Guin, Ursula K., Sobre la escritura, la lectura, la imaginación, Círculo de Tiza, 2017.
  • Kertész, André, Leer, [Periférica & Errata naturae, 2016].
  • Llorente Díaz, Marta, Construir bajo el cielo. Un ensayo sobre la luz, Madrid: La Huerta Grande, 2020.
  • Llorente Díaz, Marta, La ciudad: huellas en el espacio habitado, Barcelona: Acantilado, 2015.
  • Llorente Díaz, Marta (coordinadora), Espacios frágiles en la ciudad contemporánea, Madrid: Abada, 2019.
  • ***Manguel, Alberto, Una historia de la lectura, Madrid, Alianza, 2005.
  • ***Quignard, Pascal, Petits traités, 1990 [Pequeños tratados, (traducción de Miguel Morey), Madrid, Sexto Piso, 2016]
  • Saint-Exupéry, Antoine de, Lettres à l’amie inventée, 1923-1931. [Cartas a una amiga inventada, Barcelona, José J. de Olañeta, 2015]
  • Séneca, [Epístolas morales a Lucilio, Madrid: Gredos, 1995].
  • ***Whitmann, Walt, Leaves of Grass [Hojas de hierba, edición bilingüe de Eduardo Moga, Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2014].
  • Woolf, Virginia, A Room of one’s own, 1929 [Un cuarto propio (traducción de Jorge Luis Borges), Madrid, Alianza, 2004.
ventajas de escribir durante el confinamiento

Foto: Elisa Vegué

Este post es un artículo que también podrás leer junto a otros más en el libro Arquitectura desde casa: crónicas del confinamiento. Puedes descargarlo en el siguiente enlace.

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